Decidí que voy a compartir también acá los cuentos que me publican en www.psicofxp.com
Va el primero, publicado el 20/05/2012
http://www.psicofxp.com/c/articulos/1465-supersticiones.html
Se
despertó una mañana. Primero, su cerebro tomó consciencia de la
presencia de su cuerpo, al cual había olvidado mientras viajaba por las
complejas ensoñaciones nocturnas. Sus sentidos se fueron encendiendo uno
a uno, a medida que iba recibiendo los primeros estímulos del día. Se
prendió el tacto, y sintió con él, de a poco, pequeñas sensaciones
aisladas –un poco de frío, hormigueo en las extremidades, picazón en la
planta del pie-, como si su cuerpo, ofendido por el olvido, quisiera
dejar en claro que su presencia era irrefutable. Luego, el turno del
oído, que percibió los armoniosos sonidos de la naturaleza irónicamente
coordinados con el ritmo artificial de la urbe. Su olfato dio el
presente reconociendo aromas matutinos de un desayuno patético -según
criterios gastronómicos y nutricionales- que se preparaba algún familiar
madrugador. La vista, por su parte, uno de los sentidos más vagos y
rezongones, se tomó su tiempo: los párpados se abrieron como pesadas
compuertas, y el sol entró como agua estancada esperando ansiosa una
mínima grieta para filtrarse e inundar las pupilas.
Finalmente,
el gusto se despertó junto con un pastoso y reptil movimiento de
lengua, y al instante reconoció que era momento de ir a lavarse los
dientes. Apoyó primero un pie en el piso, pero no cualquier pie, sino el
pie izquierdo, que no es poca cosa. Luego apoyó el otro y salió
caminando sin analizar demasiado su andar automático.
En el baño reconoció inmediatamente su reflejo en el espejo medio empañado. No siempre ocurría esto de forma tan natural; a veces su rostro no le resultaba familiar, en su mente visualizaba su apariencia como si no se conociera a sí misma, como si nunca hubiera visto su propia cara, y luego se sorprendía al encontrar en algún vidrio que se le interponía de prepo, una imagen que no coincidía con su propia conceptualización de sí misma. Pero esa mañana se encontró con el rostro que esperaba encontrar. Casi a modo de castigo por esta satisfactoria y espontánea sensación de familiaridad, el espejo se rompió en pedacitos, con el apagado ruido que hacen los vidrios cuando se rompen y las supersticiones cuando se alarman.
Tomó algunos mates medio fríos que habían sobrado del desayuno de su predecesor que ya había partido. Revisó su cartera para corroborar que tuviera todo lo indispensable para el transcurso del día, así como también algún que otro elemento prescindible que casi por respeto a su género debía transportar para generar un peso innecesario en su hombro. Apoyó la cartera en el piso antes de salir, y la dejó ahí mientras terminaba de decidir si confiaría o no en el pronóstico meteorológico que amenazaba con lluvias torrenciales mientras el cielo brillaba ingenuamente con un sol radiante. Resolvió llevar el paraguas por las dudas (no fuera cosa que Murphy se burlara con sus ridículas leyes) no sin antes revisar su correcto funcionamiento: lo abrió en el living-comedor, sin mucho esfuerzo, ante el asombro de su perro que había estado vigilando todos sus movimientos, y lo volvió a cerrar, satisfecha.
Emprendió, entonces, su travesía hacia la rutina diaria, ya calculando cuánto faltaba para regresar a la comodidad de su hogar al final de la jornada. En el camino, se saludó cordial pero desinteresadamente con su vecino, el pelirrojo, y lo envidió en secreto al encontrarlo tan relajado tomando unos mates -seguramente calientes- en la puerta de su casa, disfrutando de la mañana otoñal como si no tuviera ninguna preocupación en su vida más que acordarse de mantener cebada su infusión para no encontrarla vacía cuando su boca se acercara despistadamente a la bombilla. Volvió a calcular el tiempo que faltaba para encontrarse nuevamente en su casa, las monótonas aventuras que debería sortear antes de poder regresar, cansada, al resguardo de su privacidad. Pensó también en cuánto faltaba para el fin de semana, era recién martes, un martes 13 de otoño, que olía a pasado.
Su mente comenzó a volar mientras sus piernas caminaban solas por la ruta habitual. Reflexionaba acerca de aquellos estímulos que evocan sensaciones viejas, como una brisa fría que alguna vez le había parecido tan agradable mientras transitaba otro contexto de su vida, y hoy esa brisa era similar a aquella pero en un nuevo escenario que jamás hubiese podido anticipar. Los sentidos jugaban con la razón, incitándola a recobrar ciertas emociones antiguas y obsoletas, provocando una nostalgia suficiente para viajar en el tiempo hacia ese momento en que la brisa resultaba agradable pero la persona era otra, distinta, más joven y al mismo tiempo vieja. Deambulando por esos pensamientos, sus pies la llevaron por las calles tranquilas de su barrio hasta la correcta estación de tren. Pasó sin darse cuenta por debajo de una escalera sobre la cual un pintor hacía equilibrio para emprolijar la fachada de una casa bastante fea, sin importar cuánto la retocaran.
El día transcurrió sin sobresaltos, con relojes manipuladores del tiempo que lo aceleraban o lo enlentecían a su gusto, enloqueciendo a aquellos espectadores que pasaban largos ratos mirando los minutos pasar esperando pescar el momento justo en que el reloj se para y la hora se vuelve eterna. En ese oasis espacio-temporal en el que consistía el almuerzo, meta parcial a alcanzar durante la jornada laboral, que la acercaba un poco más al fin máximo de retomar el regreso a casa, y momento de distención –en el que, claro, los pícaros relojes decidían acelerar sus agujas-, la comida recalentada había perdido gran parte de su esencia, y los sabores se habían abstraído en la dejadez. Un compañero le facilitó la sal, con el brazo estirado, colocándola sobre su mano condescendientemente, con una mueca de irónica empatía. Luego siguió la tarde, y mientras el sol se entretenía en la calle, esparciéndose en fragmentos sobre árboles y edificios, dibujando irregulares siluetas luminosas sobre la ciudad, ella estaba encerrada bajo un techo de responsabilidades, burocracias y deberes.
Por fin, encaró su horizonte hacia el destino que cada día anhelaba desde que amanecía. Eso ocurre con la rutina, pensó, todo se vuelve predecible y uno se resigna a desear cosas simples y accesibles. Y se rehacen constantemente los pasos que se dio el día anterior, y vivir termina siendo como dibujar una línea en un papel y luego volver a dibujar sobre la misma línea una y otra vez. Recorría el trayecto hacia su hogar, que es mucho más lindo desde la perspectiva del regreso, y se imaginaba a sí misma el día anterior recorriendo ese trayecto con otra ropa y otro peinado, y otras sensaciones en el cuerpo. Y cruzándose con sujetos distintos a los que se cruzaba hoy, como ese gato negro que pasó por adelante suyo en el momento en que pensaba todo esto, frenando apenas el paso y mirándola de reojo antes de huir corriendo.
Así concluyó un día más, sin complicaciones ni extravagancias, ni indicios que la alertaran sobre algún inminente cambio en la monotonía existencial. Aunque tampoco estaba muy atenta, se perdía fácilmente como Alicia en diversos países de reflexiones y desvaríos, por lo que cualquier señal del universo de que algo estuviera por ocurrir, podría tranquilamente pasar desapercibida.
En el baño reconoció inmediatamente su reflejo en el espejo medio empañado. No siempre ocurría esto de forma tan natural; a veces su rostro no le resultaba familiar, en su mente visualizaba su apariencia como si no se conociera a sí misma, como si nunca hubiera visto su propia cara, y luego se sorprendía al encontrar en algún vidrio que se le interponía de prepo, una imagen que no coincidía con su propia conceptualización de sí misma. Pero esa mañana se encontró con el rostro que esperaba encontrar. Casi a modo de castigo por esta satisfactoria y espontánea sensación de familiaridad, el espejo se rompió en pedacitos, con el apagado ruido que hacen los vidrios cuando se rompen y las supersticiones cuando se alarman.
Tomó algunos mates medio fríos que habían sobrado del desayuno de su predecesor que ya había partido. Revisó su cartera para corroborar que tuviera todo lo indispensable para el transcurso del día, así como también algún que otro elemento prescindible que casi por respeto a su género debía transportar para generar un peso innecesario en su hombro. Apoyó la cartera en el piso antes de salir, y la dejó ahí mientras terminaba de decidir si confiaría o no en el pronóstico meteorológico que amenazaba con lluvias torrenciales mientras el cielo brillaba ingenuamente con un sol radiante. Resolvió llevar el paraguas por las dudas (no fuera cosa que Murphy se burlara con sus ridículas leyes) no sin antes revisar su correcto funcionamiento: lo abrió en el living-comedor, sin mucho esfuerzo, ante el asombro de su perro que había estado vigilando todos sus movimientos, y lo volvió a cerrar, satisfecha.
Emprendió, entonces, su travesía hacia la rutina diaria, ya calculando cuánto faltaba para regresar a la comodidad de su hogar al final de la jornada. En el camino, se saludó cordial pero desinteresadamente con su vecino, el pelirrojo, y lo envidió en secreto al encontrarlo tan relajado tomando unos mates -seguramente calientes- en la puerta de su casa, disfrutando de la mañana otoñal como si no tuviera ninguna preocupación en su vida más que acordarse de mantener cebada su infusión para no encontrarla vacía cuando su boca se acercara despistadamente a la bombilla. Volvió a calcular el tiempo que faltaba para encontrarse nuevamente en su casa, las monótonas aventuras que debería sortear antes de poder regresar, cansada, al resguardo de su privacidad. Pensó también en cuánto faltaba para el fin de semana, era recién martes, un martes 13 de otoño, que olía a pasado.
Su mente comenzó a volar mientras sus piernas caminaban solas por la ruta habitual. Reflexionaba acerca de aquellos estímulos que evocan sensaciones viejas, como una brisa fría que alguna vez le había parecido tan agradable mientras transitaba otro contexto de su vida, y hoy esa brisa era similar a aquella pero en un nuevo escenario que jamás hubiese podido anticipar. Los sentidos jugaban con la razón, incitándola a recobrar ciertas emociones antiguas y obsoletas, provocando una nostalgia suficiente para viajar en el tiempo hacia ese momento en que la brisa resultaba agradable pero la persona era otra, distinta, más joven y al mismo tiempo vieja. Deambulando por esos pensamientos, sus pies la llevaron por las calles tranquilas de su barrio hasta la correcta estación de tren. Pasó sin darse cuenta por debajo de una escalera sobre la cual un pintor hacía equilibrio para emprolijar la fachada de una casa bastante fea, sin importar cuánto la retocaran.
El día transcurrió sin sobresaltos, con relojes manipuladores del tiempo que lo aceleraban o lo enlentecían a su gusto, enloqueciendo a aquellos espectadores que pasaban largos ratos mirando los minutos pasar esperando pescar el momento justo en que el reloj se para y la hora se vuelve eterna. En ese oasis espacio-temporal en el que consistía el almuerzo, meta parcial a alcanzar durante la jornada laboral, que la acercaba un poco más al fin máximo de retomar el regreso a casa, y momento de distención –en el que, claro, los pícaros relojes decidían acelerar sus agujas-, la comida recalentada había perdido gran parte de su esencia, y los sabores se habían abstraído en la dejadez. Un compañero le facilitó la sal, con el brazo estirado, colocándola sobre su mano condescendientemente, con una mueca de irónica empatía. Luego siguió la tarde, y mientras el sol se entretenía en la calle, esparciéndose en fragmentos sobre árboles y edificios, dibujando irregulares siluetas luminosas sobre la ciudad, ella estaba encerrada bajo un techo de responsabilidades, burocracias y deberes.
Por fin, encaró su horizonte hacia el destino que cada día anhelaba desde que amanecía. Eso ocurre con la rutina, pensó, todo se vuelve predecible y uno se resigna a desear cosas simples y accesibles. Y se rehacen constantemente los pasos que se dio el día anterior, y vivir termina siendo como dibujar una línea en un papel y luego volver a dibujar sobre la misma línea una y otra vez. Recorría el trayecto hacia su hogar, que es mucho más lindo desde la perspectiva del regreso, y se imaginaba a sí misma el día anterior recorriendo ese trayecto con otra ropa y otro peinado, y otras sensaciones en el cuerpo. Y cruzándose con sujetos distintos a los que se cruzaba hoy, como ese gato negro que pasó por adelante suyo en el momento en que pensaba todo esto, frenando apenas el paso y mirándola de reojo antes de huir corriendo.
Así concluyó un día más, sin complicaciones ni extravagancias, ni indicios que la alertaran sobre algún inminente cambio en la monotonía existencial. Aunque tampoco estaba muy atenta, se perdía fácilmente como Alicia en diversos países de reflexiones y desvaríos, por lo que cualquier señal del universo de que algo estuviera por ocurrir, podría tranquilamente pasar desapercibida.
FIN
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