La consigna era escribir algo bajo el título "Rubén, ¡no!", donde ese tal Rubén se rebele contra quien lo está oprimiendo.
El resultado:
Rubén, no
Ya está, me cansé. En cualquier otro país, esto seguramente
sea considerado dictadura emocional. Pero acá nadie interviene. Ya no me
castigan por lo que hago, sino que incluso anticipan el amague, adentrándose en
la complejidad de mi mente, y censurando el mismísimo momento en el que nace la
mínima intención, con una penetrante exclamación: Rubén, ¡no! Llegué al
patético estado de no reconocer si realmente deseo hacer lo que me están
prohibiendo, o si solo me lo propongo para llevarles la contra.
Toda mi vida actué según la premisa de acatar órdenes o
perecer. Jamás me detuve a reflexionar sobre cuál sería mi destino si me
revelaba contra el amenazante “Ruben, ¡no!” que me lanzan cada vez que siquiera
fantaseo con hacer algo. Las posibilidades son terroríficas, se evidencia con
solo mirar un periódico. Me aterran los periódicos.
Podría denunciarlos por abuso de autoridad, pero es claro que
nadie escucharía mis reclamos. La gente suele ser agradable conmigo, pero me
sería muy difícil explicarles el sometimiento que padezco. Además aprendí que
no se puede confiar en nadie. Los mismos que primero están compartiendo conmigo
un momento ameno, no tardan en encontrar la excusa para disparar un “Rubén,
¡no!” que me desconcierta y paraliza. Seré el hazmerreír de la gente, un bufón
que invita a la constante desaprobación.
Rubén, no hagas esto. Rubén, no hagas lo otro. Ya no tengo
ganas de hacer nada, me enjaulan con sus retos. Me condenan a la paranoia. Porque
sucede que se presentan oportunidades en las que podría, por ejemplo, comer un
sándwich o recostarme en un sitio confortable -cosas que no veo por qué habrían
de estar mal-, y recibo tremendo castigo. Y luego, cuando opto por mantener
distancia y hacer caso omiso a mis tentaciones, me seducen para que haga algo que
en otro momento habría sido un pecado mortal. No sé qué es peor, si la tiranía
o la incongruencia.
Ni hablar de las tentaciones sexuales. Los mismos que reprimen
mis deseos totalmente instintivos y naturales, son los que no tienen ningún
escrúpulo para dejarse llevar por la lujuria. Desfachatadamente, me excluyen de
un universo que ellos navegan sin reparos. Y después, alimentando la
incoherencia que los caracteriza, me presentan candidatas. Claro que no me
niego, pero me encantaría poder elegir. O, aunque sea, no sentir la vergüenza
de doblegarme sin objeciones a sus demandas.
El quid de la cuestión es mi debilidad; no logro imponerme, y
aunque frustren mis deseos, acabo por complacer los suyos. Y para colmo, me
alegro. Pero ya está, me cansé. No voy a permitir más agravios, a pesar del
afecto que les tengo y las caricias que me brindan. Me volveré irreverente, agresivo
y aterrador. Nadie osará prohibirme nada, todos temerán mi rabia. Voy a
conseguir exactamente lo que quiero…
“Rubén, ¡no!”
Les ladro.
“Rubén, ¡no!”
Ok, ok, no me lo repitan. Me voy a la cucha.
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