miércoles, 10 de octubre de 2012

¿Volvieron los cuentos?

Alfonsina tenía una gran fobia: la aterrorizaban los trenes. 

No era el tren en sí lo que la asustaba. Más bien disfrutaba del ruido acompasado provocado por la interacción entre las ruedas y los rieles, y el contradictorio paisaje que viraba de urbano a rural de manera intermitente. Sin embargo, lo que le hacía temblar las rodillas era la posibilidad de que ese tren se descarrilara. 

Pero no era el descarrilamiento en sí lo que la asustaba... Lo que la hacía tiritar de miedo era el concepto de descarrilamiento. Siquiera pensar en la idea de que un tren, cuyo curso está predeterminado estratégicamente, que no padece la angustia de elegir su rumbo ya que se le ha adjudicado un carril inexorable, un tren cuyo destino está preestablecido y conocido desde el inicio de su marcha, abandonara dicha comodidad para caer destartalado en un suelo sin vía... le parecía tan descabellado y absurdo que la retorcía de temor. 

Tan ocupada estaba ahogándose en la penumbra de su propia fobia, preocupada por posibilidades abstractas e incontrolables, que no tomaba consciencia de un hecho real que, en efecto, estaba sucediendo. 

Dentro de su cuerpo, se estaba desatando una revolución. Surgía la era de la anarquía orgánica. Ya sea por el descarrilamiento del tren o alguna otra ocurrencia que le quitara el sueño y le consumiera las energías, cada vez que se preocupaba, una parte de su ser renunciaba a su cargo biológico y se exiliaba a cualquier otra parte del mundo.

Cada vez que fruncía su entrecejo, un grupo rebelde de átomos pertenecientes a su organismo, la abandonaba. Cada vez que apretaba los dientes, algunas células huían hacia otro continente. Cada vez que hacía sonar sus dedos, pequeñas partículas que la constituían armaban las valijas y partían a un viaje sabático. Cada vez que se le llenaban los ojos de lágrimas, cada vez que tragaba con fuerza, cada vez que se le cortaba la voz, cada vez que se estrujaba las sienes, se iba desmaterializando lenta e imperceptiblemente. 

Hasta que un día, después de tantas preocupaciones -por la fobia a los trenes y otras ridiculeces-. acabó por ser notoria su desintegración. 

Decidió entonces que emprendería un viaje para reconstruirse: recuperaría cada parte perdida, hasta volver a sentirse llena y completa.

No tomó ningún tren, porque las vías conocidas no llegan hasta los recónditos paraísos donde cada pizca de su ser descansaba. Trazó su propia ruta y, aunque en varias ocasiones la senda no era clara, a algún lado llegó.

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