jueves, 4 de abril de 2013

Círculos.

La vida se puede representar en forma de círculos.
Cada etapa, cada relación, cada experiencia, cada proyecto, cada emprendimiento se desarrolla en forma de círculo. Comienza en un punto, crece con el impulso de la novedad, luego llega hacia su máximo clímax y pega la vuelta hacia el desinterés, el cansancio, o la madurez adquirida.
Algunos círculos son pequeños, otros más largos, y algunos especiales duran toda la vida.
Cada vez que nos acercamos al final de un círculo, sabemos que nos espera uno nuevo, que probablemente sea mejor porque implica un cambio y los cambios son buenos.
A veces, la ansiedad por cambiar nos impide disfrutar del cierre del círculo actual... Además, todo cambio implica dejar algo atrás, y eso inevitablemente genera cierta angustia. (En realidad, algunos círculos duran menos de lo que "debían" durar, son interrumpidos, y ahí es donde realmente se puede considerar pérdida. Si no, es simplemente "perder" algo, dejar ir, desprenderse, que inexorablemente genera algún grado de tristeza.)
Pero la ansiedad del cambio nos empujará hacia un nuevo círculo. Y, aunque a veces aparezcan reminiscencias de los viejos círculos, nos adaptaremos a la dinámica del nuevo.
Y se puede amplificar la misma estructura a la VIDA. En lugar de pensar en pequeñas pérdidas, pequeños círculos que terminan, se puede pensar en un gran círculo formado por pequeños círculos que lo hacen más atractivo. La vida se puede considerar un gran círculo, desde que se nace, se crece, se llega a un punto de máxima capacidad, y luego se pega la vuelta; y así la vejez no es más que pegar la vuelta, más cansados y maduros. (Algunas personas lamentablemente al llegar al punto de retorno, interrumpen el círculo y simplemente esperan el final, sin avanzar). La vejez podría ser continuar el círculo pero más tranquilos y menos ambiciosos, hasta cerrarlo satisfactoriamente.
Porque si la naturaleza está repleta de círculos, por qué no también nuestro comportamiento. Y si evaluamos nuestra vida según el gran círculo en vez de concentrarnos en los pequeños, quizás seamos más felices.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Día de la música.

En mi afán por resolver aquellos misterios cotidianos de la vida, he llegado a coquetear con la locura, o por lo menos rozado una crisis nerviosa. Más allá de que la diversidad me parece fascinante, a veces me supera el nivel de ambigüedad al que nos enfrentamos. 

Toda hipótesis que me planteo suele perder validez o abrir más y más posibilidades. Y también me fascina la cantidad de caminos que se pueden abrir gracias a la curiosidad y la duda. Sin embargo, insisto, algunas veces me parece demasiado complejo todo y siento que mi hipersensibilidad me juega en contra. Me agarra ansiedad por resolver estos eternos misterios; la intriga me alimenta y mantiene viva la esencia lúdica de la niñez, pero también llega a angustiarme la falta de certezas y la inestabilidad del azar. 

La vida en sí es un sube y baja, y aunque meditemos o hagamos terapia, o nademos contra la corriente en busca del anhelado equilibrio, es inevitable que cada tanto nos patinemos hacia arriba o hacia abajo, en picos de felicidad adrenalínica [licencia poética] o pozos de tristeza paralizante.

Frente a la sobredosis de estímulos, tanto racionales como emocionales, que nos inyecta diariamente la vida, a veces me siento perdida, como drogada en un laberinto surrealista de incógnitas. 

Pero de repente me encuentro frente a una poción mágica que me rescata del caos aunque sea por unos instantes: la música. No es metáfora ni poesía. De golpe aparece una melodía, un ritmo, una voz o un sonido que se clava en el cuerpo y moviliza todas y cada una de sus partículas. La música atraviesa el cuerpo, agita las células, bombea el corazón de algo más que sangre, porque la sangre no es suficiente. La música, en cambio, sí es suficiente, al menos por un rato. Eriza los pelos, despierta emociones, sacude los músculos.

Agradezco que mis sentidos sean capaces de captar con tanto fervor las pulsiones de la música, porque no sé qué sería de mí si no sintiera cada tanto uno de esos escalofríos que provoca. Agradezco que haya gente tan talentosa, tan sensible, tan delicada para crear obras que me generen semejantes escalofríos. 

Estoy feliz también de que mi cuerpo se mueva y mi garganta se abra, y se me llenan los ojos de lágrimas cuando, ya sea bailando, cantando, o jugando a tocar la guitarra con mis amigos, logro abstraerme de cualquier incertidumbre y siento que todo en este mundo es perfecto y no hay nada a qué temerle. 

Feliz día de la música. 

jueves, 25 de octubre de 2012

Una historia real.

Esto me sucedió hoy. No es un cuento, es una historia 100% verídica, que por ser real no deja de ser fantástica.

Caminando por Pueyrredon, veo aproximarse al mismísimo Papá Noel. No estaba vestido de rojo ni iba en trineo, pero no había dudas de que era él. Estaba acompañado por un animal de cuatro patas: no era un reno, era un perro. Y no era cualquier perro, era un Pongo (fox terrier de pelo fino, ya lo conocen a mi pichicho malhumorado). 

Adivinarán que la alegría de cruzarme a Papá Noel fue superada por la emoción de ver a dicho perro, y no pude evitar expresarlo con un "Oh! Un Pongo!!!!". 

Tal exclamación inició una conversación con la celebridad barbuda. Primero me preguntó si mi fox terrier era hembra, y se desilusionó ante mi respuesta negativa... "Pongo es macho y viejito. Y mucho más histérico que este." 

Luego, desató su lengua en un monólogo acelerado y multitemático. Me contó que se fue a Alemania, con mucha gente, a un festival, y que es actor, y que va a hacer una obra en buenos aires. 

Cuando pude interrumpirlo traté de cerrar la conversación, no por falta de ganas de seguir hablando, sino porque tenía que continuar mi rumbo en esta ciudad donde el tiempo no sobra y todo es urgente.

Entonces, ocurrió lo increíble. Papá Noel tuvo la amabilidad de compartirme un mensaje espontáneo muy optimista y conmovedor, que además fue muy oportuno: "nunca es tarde para triunfar. Yo triunfé en la tercera edad." 

Y finalmente, ante mi infantil asombro, dijo lo siguiente:

"Si no te vuelvo a ver, Feliz Navidad."

miércoles, 10 de octubre de 2012

¿Volvieron los cuentos?

Alfonsina tenía una gran fobia: la aterrorizaban los trenes. 

No era el tren en sí lo que la asustaba. Más bien disfrutaba del ruido acompasado provocado por la interacción entre las ruedas y los rieles, y el contradictorio paisaje que viraba de urbano a rural de manera intermitente. Sin embargo, lo que le hacía temblar las rodillas era la posibilidad de que ese tren se descarrilara. 

Pero no era el descarrilamiento en sí lo que la asustaba... Lo que la hacía tiritar de miedo era el concepto de descarrilamiento. Siquiera pensar en la idea de que un tren, cuyo curso está predeterminado estratégicamente, que no padece la angustia de elegir su rumbo ya que se le ha adjudicado un carril inexorable, un tren cuyo destino está preestablecido y conocido desde el inicio de su marcha, abandonara dicha comodidad para caer destartalado en un suelo sin vía... le parecía tan descabellado y absurdo que la retorcía de temor. 

Tan ocupada estaba ahogándose en la penumbra de su propia fobia, preocupada por posibilidades abstractas e incontrolables, que no tomaba consciencia de un hecho real que, en efecto, estaba sucediendo. 

Dentro de su cuerpo, se estaba desatando una revolución. Surgía la era de la anarquía orgánica. Ya sea por el descarrilamiento del tren o alguna otra ocurrencia que le quitara el sueño y le consumiera las energías, cada vez que se preocupaba, una parte de su ser renunciaba a su cargo biológico y se exiliaba a cualquier otra parte del mundo.

Cada vez que fruncía su entrecejo, un grupo rebelde de átomos pertenecientes a su organismo, la abandonaba. Cada vez que apretaba los dientes, algunas células huían hacia otro continente. Cada vez que hacía sonar sus dedos, pequeñas partículas que la constituían armaban las valijas y partían a un viaje sabático. Cada vez que se le llenaban los ojos de lágrimas, cada vez que tragaba con fuerza, cada vez que se le cortaba la voz, cada vez que se estrujaba las sienes, se iba desmaterializando lenta e imperceptiblemente. 

Hasta que un día, después de tantas preocupaciones -por la fobia a los trenes y otras ridiculeces-. acabó por ser notoria su desintegración. 

Decidió entonces que emprendería un viaje para reconstruirse: recuperaría cada parte perdida, hasta volver a sentirse llena y completa.

No tomó ningún tren, porque las vías conocidas no llegan hasta los recónditos paraísos donde cada pizca de su ser descansaba. Trazó su propia ruta y, aunque en varias ocasiones la senda no era clara, a algún lado llegó.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

RUBÉN, ¡NO!

Comparto un cuento que escribí para la primer clase de un taller de escritura que arranqué ayer.
La consigna era escribir algo bajo el título "Rubén, ¡no!", donde ese tal Rubén se rebele contra quien lo está oprimiendo. 
El resultado: 



Rubén, no

Ya está, me cansé. En cualquier otro país, esto seguramente sea considerado dictadura emocional. Pero acá nadie interviene. Ya no me castigan por lo que hago, sino que incluso anticipan el amague, adentrándose en la complejidad de mi mente, y censurando el mismísimo momento en el que nace la mínima intención, con una penetrante exclamación: Rubén, ¡no! Llegué al patético estado de no reconocer si realmente deseo hacer lo que me están prohibiendo, o si solo me lo propongo para llevarles la contra.

Toda mi vida actué según la premisa de acatar órdenes o perecer. Jamás me detuve a reflexionar sobre cuál sería mi destino si me revelaba contra el amenazante “Ruben, ¡no!” que me lanzan cada vez que siquiera fantaseo con hacer algo. Las posibilidades son terroríficas, se evidencia con solo mirar un periódico. Me aterran los periódicos.

Podría denunciarlos por abuso de autoridad, pero es claro que nadie escucharía mis reclamos. La gente suele ser agradable conmigo, pero me sería muy difícil explicarles el sometimiento que padezco. Además aprendí que no se puede confiar en nadie. Los mismos que primero están compartiendo conmigo un momento ameno, no tardan en encontrar la excusa para disparar un “Rubén, ¡no!” que me desconcierta y paraliza. Seré el hazmerreír de la gente, un bufón que invita a la constante desaprobación.

Rubén, no hagas esto. Rubén, no hagas lo otro. Ya no tengo ganas de hacer nada, me enjaulan con sus retos. Me condenan a la paranoia. Porque sucede que se presentan oportunidades en las que podría, por ejemplo, comer un sándwich o recostarme en un sitio confortable -cosas que no veo por qué habrían de estar mal-, y recibo tremendo castigo. Y luego, cuando opto por mantener distancia y hacer caso omiso a mis tentaciones, me seducen para que haga algo que en otro momento habría sido un pecado mortal. No sé qué es peor, si la tiranía o la incongruencia.

Ni hablar de las tentaciones sexuales. Los mismos que reprimen mis deseos totalmente instintivos y naturales, son los que no tienen ningún escrúpulo para dejarse llevar por la lujuria. Desfachatadamente, me excluyen de un universo que ellos navegan sin reparos. Y después, alimentando la incoherencia que los caracteriza, me presentan candidatas. Claro que no me niego, pero me encantaría poder elegir. O, aunque sea, no sentir la vergüenza de doblegarme sin objeciones a sus demandas.

El quid de la cuestión es mi debilidad; no logro imponerme, y aunque frustren mis deseos, acabo por complacer los suyos. Y para colmo, me alegro. Pero ya está, me cansé. No voy a permitir más agravios, a pesar del afecto que les tengo y las caricias que me brindan. Me volveré irreverente, agresivo y aterrador. Nadie osará prohibirme nada, todos temerán mi rabia. Voy a conseguir exactamente lo que quiero…

“Rubén, ¡no!”

Les ladro.

“Rubén, ¡no!”

Ok, ok, no me lo repitan. Me voy a la cucha.

lunes, 20 de agosto de 2012

Dejarse fluir.

[Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.]

-  Arte Poética, J.L. Borges.


Me di cuenta que la analogía de dejar que las cosas fluyan como el agua, es más precisa de lo que pensaba. Es algo que me dicen muy seguido y que me cuesta mucho aplicar a mi vida: dejar que las cosas fluyan sin poner represas emocionales. Sin embargo, por más que la escuchara mil veces, no había tomado consciencia de lo clara y evidente que es la metáfora. 

Hay muchas cosas que fluyen, como por ejemplo el viento...
Pero quien fluye por excelencia es el agua: fluye física y etimológicamente. 

Es un fluido que se deja fluir con fluidez. 

Un día de lluvia se me ocurrió mirar para arriba. Jamás había visto las gotas desde esa perspectiva, siempre observo la lluvia como un paisaje hermoso y melancólico, una fotografía en dos dimensiones. Pero al verla desde abajo, parecía una película 3D donde las gotas eran disparadas hacia mí, y trascendían la escena y me mojaban. 

Siempre ocurre eso, la lluvia nos es disparada, y no espera a que estemos preparados para empaparnos. 

Por eso me gusta tanto; cuando nos duchamos en el baño de nuestros hogares, realizamos el tradicional rito de desvestirnos, preparar la toalla, quizás hasta dejar a mano la ropa para vestirnos luego... Y decidimos el momento exacto en el que ingresaremos al santuario de la lluvia artificial. Pero la lluvia real nos ataca sin preocuparse si nos corre el maquillaje, si dejamos una ventana abierta, si arruina nuestros zapatos o nos resfriamos. La lluvia no tiene escrúpulos.

Siempre ocurre eso. Pero, al menos yo, no suelo mirar con frecuencia hacia arriba. Menos cuando llueve, que generalmente miro para abajo cuidando cada paso para no pisar baldosas flojas ni charcos. Por suerte, un día tuve la ocurrencia de levantar la mirada y ver las gotas en primer plano, viajando desde las nubes intocables directamente hacia mi cara. Sentí la lluvia más que nunca, la viví como protagonista, formé parte de ella.

Las gotas se lanzan como paracaidistas desde el cielo en caída libre, sin rumbo determinado. Caen donde tengan que caer, sin importar el perjuicio que pudieran causar si caen, por ejemplo, sobre un techo con goteras. 

Caen sobre un papel que se escapó de un bolsillo, con un número de teléfono que borran al mojarlo reiteradamente. 

Es tal el envión con el que caen, que siguen de largo una vez que tocan el piso. Se agrupan con todas las demás gotas cuyo destino fue similar, y forman un pequeño y urbano riachuelo que avanza sobre la acera, entre las hojas, las colillas de cigarrillos, las monedas de diez centavos abandonadas. 

Yo cambio la orientación de mi mirada, y ahora apunto hacia abajo, a este arroyo de gotas despreocupadas, ajenas a la ciudad y sus códigos y paradigmas. Esa gota que cayó, y todas las demás con las que se reunió sobre el asfalto, avanzan ágilmente, sorteando cualquier obstáculo que pudiera interponerse. Fluyen, sin conflictos ni complejos, hacia adelante, dejándose llevar por su propia corriente. 

Así es el agua. Jamás se detiene. Cada gota se arrastra sin frenos, se lanza al vacío y se deja fluir. 

Es inexplicable la sensación de ver nacer un pequeño e insignificante arroyo urbano, intrascendente y efímero, que surge a mitad de cuadra, entre la mugre de la ciudad, y avanza despreocupadamente aunque su destino sea tan irrelevante como caer en la rendija de alguna tapa de cloaca. Ni siquiera se plantea cuál será su destino. Simplemente fluye. Literalmente. Más explícito, imposible. 




PD: me pregunto si será más feliz una gota que cae en una selva, que una gota que cae en la metrópolis. 

miércoles, 15 de agosto de 2012

Cuento: EL LOCO DEL 152

Les comparto una vez más, otro cuento de los que me han publicado en www.psicofxp.com
Este particularmente me gusta mucho, porque creo que, aunque yo lo escribí, el mérito es del loco. Y anticipándome a la pregunta que ya me hicieron los que lo leyeron, les respondo: Sí, ese loco existe (en realidad hay dos locos mezclados pero un mago no debería revelar sus trucos). 

Este cuento salió publicado el 03/07/2012 en http://www.psicofxp.com/c/articulos/1519-el-loco.html


El loco del 152

Anda el loco sentado en el asiento trasero de la emblemática línea porteña de colectivos que une Olivos – La Boca. Casualmente, los asientos a su alrededor se encuentran siempre vacíos; nadie es lo suficientemente valiente para sentarse al lado de un loco. ¿Por qué será? Será por temor a lo desconocido, por la imposibilidad de seguirle el ritmo a sus imprevistos desvaríos, por el angustiante golpe de empatía que genera verlo tan perdido. Porque lo que nos hace humanos es la razón, y nos asusta la posibilidad de perder el juicio; duele enfrentarse a la verdad de que cualquiera podría volverse el loco del 152. Pero lo que intencionalmente se ignora, aparentemente deja de existir.

Es inofensivo el loco. Nadie toma consciencia de lo entretenido que podría resultar tener una conversación con él. Tiene miles de historias para contar; unas pocas reales, otras levementente intervenidas por su locura, y varias totalmente descabelladas, sin duda inventadas por una mente disparatada. Mas no es fácil distinguirlas, son todas igualmente interesantes y hermosas, con una mezcla de ingenuidad infantil y reminiscencias de un alma curtida por el pasado.

El loco lleva una gorra vieja, sucia y rota del Club Atlético River Plate. Todo en él está viejo, sucio y roto. Donde antes cualquier estudio médico podía encontrar un sistema nervioso fallado, hoy no quedan más que ruinas. Ya no hay enfermedad ni sufrimiento, solo ruinas de lo que algún día fue un proyecto de hombre, cuando salió del vientre de su madre y fue lanzado por el precipicio de la vida, sin poder detenerse, con la obligación de vivir y construir el camino a medida que avanzaba. Sin embargo, los acontecimientos lo llevaron a ser arrastrado por una demencia déspota, que lo hizo perder el control de su existencia y enajenarse. La demencia hasta hoy lo acompaña como su único confidente, aunque en realidad el loco tiene muchos amigos, con quienes tiene charlas y discusiones que a la vista de los demás, son charlas y discusiones con un asiento vacío, con la nada, con un recuerdo.

Abre la ventanilla y el viento helado le golpea la cara, lejos de despabilarlo. Como narrador omnisciente, relata lo que ocurre por la vereda, describiendo las emociones de los transeúntes como si pudiera leer sus mentes. El colectivo frena en un semáforo mientras un señor mayor espera en la parada de otra línea. El loco le habla, le dice: “estás viejo, los años te pesan”, se ríe y repite “¡qué viejo estás!”, pero no queda claro si le habla a ese señor, o si se habla a sí mismo, como si su propia consciencia se hiciera voz y pudiéramos enterarnos que el paso de los años lo agobia. El señor, por su parte, anciano y también visiblemente raído por el tiempo, sonríe con cómplice compasión.

El loco de repente se transporta a otro continente, y se lo escucha exclamando cantos de hinchadas de fútbol españolas, con un improvisado acento extranjero, hacia un imaginario fanático del Real Madrid que supuestamente pasea por la acera. Algunos pasajeros lo observan con desprecio o injusta indignación, pero a otros se les escapan algunas sonrisas porque logran ver que al final de cuentas, se trata de un chiflado inocente.

A veces se enoja, el loco, y a veces se ríe a carcajadas. Habla con la ruidosa puerta del 152 y le cuenta secretos, le explica cosas, le compra golosinas y le paga con billetes imaginarios.

Una vez, el loco fue cantor. Se sentó medio agazapado y comenzó a entonar, ensimismado mirándose las manos tensionadas frente a sus ojos formando garras suplicantes, un sinfín de preciosos tangos. Uno tras otro, compartió con su público indiferente un amplio repertorio de poesía cantada rioplatense. Algunas personas sintieron pena al ver desperdiciada la devoción con la que el loco ofrecía su música, y le regalaron un par de tímidos aplausos al concluir una de sus canciones. La alegría del loco fue inexplicable. Con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa nerviosa, no hizo más que continuar el concierto, subiendo apenas el volumen para lucirse un poco más. Los aplausos continuaron, su emoción creció proporcionalmente a la cantidad de gente que lo aplaudía, pero finalmente la gente se dispersó y el loco perdió a su audiencia. Fue un poco triste ver desaparecer al trovador, y que quede en su lugar un simple loco sin gloria. Pero lo bueno de los locos es que no tienen noción del presente, el pasado ni el futuro. Un momento como aquel es suficiente para estimularlos, para llenar el frasquito de alegría que todos tenemos dentro, porque su locura ya no deja lugar a la pena ni la nostalgia.

Eso pasó hace rato; hoy el loco sigue siendo loco. Y la gente sigue siendo igual que siempre. Lleva su gorra vieja, sucia y rota como sus neuronas. Educado y excesivamente cortés, el loco agradece al colectivero del 152 que le abre las puertas en la parada que solicitó. Tanto se demora con sus reverencias al chofer, que éste le cierra las puertas en la cara, y el loco desesperado vuelve a tocar el timbre. El chofer, a pesar de que claramente tiene poca sensibilidad y paciencia, le vuelve a abrir las puertas. El loco nuevamente se desarma en ceremoniosos saludos, sinceramente agradecido como si el colectivero no lo hubiera ofendido de ninguna manera, y todos nosotros -incluso los que simulaban indiferencia- rogamos que se baje de una vez para que el colectivero no vuelva a burlarse de él. Varios de nosotros lo observamos cruzar la calle y doblar la esquina; luego enderezamos la mirada, sonreímos –esas sonrisas que se escapan cuando un niño se manda una travesura- y continuamos nuestras vidas.

Fin.