lunes, 20 de agosto de 2012

Dejarse fluir.

[Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.]

-  Arte Poética, J.L. Borges.


Me di cuenta que la analogía de dejar que las cosas fluyan como el agua, es más precisa de lo que pensaba. Es algo que me dicen muy seguido y que me cuesta mucho aplicar a mi vida: dejar que las cosas fluyan sin poner represas emocionales. Sin embargo, por más que la escuchara mil veces, no había tomado consciencia de lo clara y evidente que es la metáfora. 

Hay muchas cosas que fluyen, como por ejemplo el viento...
Pero quien fluye por excelencia es el agua: fluye física y etimológicamente. 

Es un fluido que se deja fluir con fluidez. 

Un día de lluvia se me ocurrió mirar para arriba. Jamás había visto las gotas desde esa perspectiva, siempre observo la lluvia como un paisaje hermoso y melancólico, una fotografía en dos dimensiones. Pero al verla desde abajo, parecía una película 3D donde las gotas eran disparadas hacia mí, y trascendían la escena y me mojaban. 

Siempre ocurre eso, la lluvia nos es disparada, y no espera a que estemos preparados para empaparnos. 

Por eso me gusta tanto; cuando nos duchamos en el baño de nuestros hogares, realizamos el tradicional rito de desvestirnos, preparar la toalla, quizás hasta dejar a mano la ropa para vestirnos luego... Y decidimos el momento exacto en el que ingresaremos al santuario de la lluvia artificial. Pero la lluvia real nos ataca sin preocuparse si nos corre el maquillaje, si dejamos una ventana abierta, si arruina nuestros zapatos o nos resfriamos. La lluvia no tiene escrúpulos.

Siempre ocurre eso. Pero, al menos yo, no suelo mirar con frecuencia hacia arriba. Menos cuando llueve, que generalmente miro para abajo cuidando cada paso para no pisar baldosas flojas ni charcos. Por suerte, un día tuve la ocurrencia de levantar la mirada y ver las gotas en primer plano, viajando desde las nubes intocables directamente hacia mi cara. Sentí la lluvia más que nunca, la viví como protagonista, formé parte de ella.

Las gotas se lanzan como paracaidistas desde el cielo en caída libre, sin rumbo determinado. Caen donde tengan que caer, sin importar el perjuicio que pudieran causar si caen, por ejemplo, sobre un techo con goteras. 

Caen sobre un papel que se escapó de un bolsillo, con un número de teléfono que borran al mojarlo reiteradamente. 

Es tal el envión con el que caen, que siguen de largo una vez que tocan el piso. Se agrupan con todas las demás gotas cuyo destino fue similar, y forman un pequeño y urbano riachuelo que avanza sobre la acera, entre las hojas, las colillas de cigarrillos, las monedas de diez centavos abandonadas. 

Yo cambio la orientación de mi mirada, y ahora apunto hacia abajo, a este arroyo de gotas despreocupadas, ajenas a la ciudad y sus códigos y paradigmas. Esa gota que cayó, y todas las demás con las que se reunió sobre el asfalto, avanzan ágilmente, sorteando cualquier obstáculo que pudiera interponerse. Fluyen, sin conflictos ni complejos, hacia adelante, dejándose llevar por su propia corriente. 

Así es el agua. Jamás se detiene. Cada gota se arrastra sin frenos, se lanza al vacío y se deja fluir. 

Es inexplicable la sensación de ver nacer un pequeño e insignificante arroyo urbano, intrascendente y efímero, que surge a mitad de cuadra, entre la mugre de la ciudad, y avanza despreocupadamente aunque su destino sea tan irrelevante como caer en la rendija de alguna tapa de cloaca. Ni siquiera se plantea cuál será su destino. Simplemente fluye. Literalmente. Más explícito, imposible. 




PD: me pregunto si será más feliz una gota que cae en una selva, que una gota que cae en la metrópolis. 

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